Con el frío escalpelo de la mente
has abierto la piel de la mañana,
la carne de las cosas en su altura
y en su profundidad,
convulsos átomos,
remotas nebulosas estelares,
que dilatan los vértices del tiempo.
La minuciosa infinitud cercana
y el turbulento plan del infinito.
Pretendías aislar en su pureza
el principio esotérico que rige
la danza discordante de la vida,
ingresar en el útero feliz de lo real,
si es que existe esa médula, si resulta tangible
que hay una alquimia de placer oculto
en la materia que ruden los sentidos.
Tu disección buscaba ese elemento
de la tabla periódica, que diera
una remota causa a la felicidad.
Pero en el epicentro de las cosas que quieres
no hay un sagrario hueco en donde baile,
por el querer sin más de su energía,
la esencia indivisible que mueve el entusiasmo.
No hay un altar de luz para la euforia.
Los objetos del mundo son un arcón sin fondo
en donde malgastar, aprovechándola,
la feroz voluntad de ser feliz.
Contra cualquier dictado de prudencia,
cada instante reclama, irreflexivo,
una conjura unánime de tí.
La asombrosa oquedad de la mañana
merece un segundo de tristeza.
El único exorcismo que te exige
el displicente mundo material
es tu bárbaro júbilo.
Para que arda en su ser
la alegría voraz de los inconquistables.
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